El nombramiento de Amy Coney Barrett como nueva Juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos ha sido probablemente una de las decisiones más importantes y valientes en el tramo final del mandato de Donald Trump. La designación de Barrett, unida a los otros dos nombramientos realizados por Trump, implica la renovación de un tercio de los miembros de la máxima autoridad judicial americana, cuyos cargos son vitalicios. Y ello supone apuntalar una clara mayoría conservadora y originalista, fiel a la literalidad de la Constitución Americana en la defensa de los derechos y libertades individuales en ella recogidos.

Con el fallecimiento de la Juez Ginsburg, el Presidente, junto a la mayoría republicana del Senado, inició un procedimiento récord para designar a la nueva Juez antes de la celebración de las elecciones presidenciales. Y la realidad es que eligió a una mujer brillante, que salió airosa de los largos interrogatorios a los que fue sometida por la Comisión de Justicia del Capitolio.

Sorprende que el Partido Demócrata y los sectores más “progresistas” y “feministas” hayan atacado tan duramente a Barrett por sus creencias y convicciones personales, tachándola como “ultraconservadora” cuando la realidad es que la nueva Juez cuenta con una trayectoria profesional intachable, habiendo ejercido los tres últimos años como Juez Federal de apelaciones en Indiana. Y todo ello haciéndolo compatible con haber formado una familia de 7 hijos, uno de ellos con síndrome de Down y dos adoptados de Haití.

Como acertadamente señala Javier Martínez-Torrón en la Tercera de ABC del 12 de noviembre de 2020, “lo que a algunos molesta de Barrett no es que tenga conciencia, sino que sus creencias y valores éticos no se corresponden con el arquetipo oficial de ese lobby ideológico que declara tener el monopolio del feminismo. Y, si algo aparece claro en el itinerario vital de Amy Barrett, es su ejemplo de cómo una mujer es capaz de realizar libremente un exitoso proyecto de vida”.